La palabra designa y tiene poder. Esta posibilita el acercamiento de lo humano y el recuerdo, da nombre a los astros, al agua, al fuego, a la persona que se encuentra a nuestro lado. También da origen a la historia, contada de boca en boca, hasta lograr la forma del relato, la continuidad y el sentido del tiempo. Este, a su vez, hace que las designaciones de lo real se contacten con lo mágico, que la “rosa” no sea sólo una rosa, sino una forma maravillosa de explicar las rutas de lo humano, desde las guerras hasta el camino del amor, como lo cuenta Wilde, un ruiseñor traspasado por una espina para regalar una rosa que queda en el olvido o, como con la rosa del Principito de Saint-Exupéry: “Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar en los millones y millones de estrellas, eso basta para que se sienta feliz cuando las mira. Se dice: ‘Mi flor está allá en algún lado…’ Pero si el cordero se come la flor, es para él como si, de golpe, ¡todas las estrellas se apagaran!” La flor no es solo la flor, aquí es el poema de la duración, de la existencia misma.
Las palabras explican la realidad: la realización, la sombra, el ocultamiento y la memoria. En el relato, revelan la importancia del poema, la complejidad de la ecuación matemática, las tristezas del corazón ante la inestabilidad y el olvido, pero a su vez se revela ante la tiranía de Cronos, que mata a sus hijos, porque en él se alojan los recuerdos del ayer, de alegrías y tormentas que se comparten las familias cada noche. Las palabras fortalecen el vínculo, acrecientan el imaginario y fortalecen la esperanza. Se refugian entre los libros, como expresaba Amos Oz al describir el amor familiar y personal por ellos: “Lo único abundante en la casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a las hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca de Reykjavík, Valladolid o Vancouver” (Amos Oz. (2002) Una historia de amor y oscuridad, Madrid, Editorial Siruela. P.., 33).
Hoy las palabras encontraron otras maneras para abordar los relatos de la ciencia y la tecnología, los digitales, del arte, la literatura, la poesía, el teatro, la música y el cine que combinan y recogen, desde las culturas ancestrales en sus manifestaciones orales y escritas, hasta los reclamos más fervientes de las sociedades contemporáneas, que encuentran en los libros un refugio permanente para la memoria viva y el rastro de sus expresiones culturales.